Estamos apañados con el surrealismo económico aragonés. Quizá mejor podíamos llamarle "subrealismo" o "infrarealismo" atendiendo a lo alejados del mundo real que andan nuestros gestores públicos en general.
No nos bastaba con entrar en una loca espiral de bancos invirtiendo en basura el ahorro de los ciudadanos, recalificaciones con las que en 24 horas se generaban plusvalías de millones de Euros que solamente beneficiaban a los elegidos, subidas artificiales del precio de la vivienda y ciudadanos entrando al trapo de las deudas escandalosas de por vida. Ahora me dicen que el Gobierno de Aragón por vía de su Consejero de Agricultura pretende que los agricultores se dediquen a plantar aerogeneradores.
Los políticos se injertan con los ladrilleros de todo pelaje, se intenta llevar la Meca del juego a una zona desértica en medio de todo y de nada y el Consejero de Agricultura aconseja que en lugar de apostar por la biomasa (que sería lo razonable, tratándose de ese departamento) se olvida de cual es su cometido y en lugar de velar por la supervivencia o la mejora del departamento que dirige, se dedica a actuar como si fuera un representante de aerogeneradores.
Lo triste, es que no sea más habitual que una granjera llegue a tener una mansión junto a la de Julio Iglesias, que un profesor de educación física llegue a Consejero de Medio Ambiente o que un monitor de esquí consiga ser presidente de una comunidad autónoma. Lamentablemente son excepciones, cuando deberían ser la regla.
Los trabajadores no tenemos quien hable por nosotros en el parlamento. Hemos delegado en personas con las que ni nos cruzamos por la calle o coincidimos en un café o tomando unas tapas. Su mundo es otro.
Otros, los que parten desde abajo, en cuanto tocan poder se desclasan y piensan que la cigüeña que los traía se equivocó y los dejó en una familia humilde y un lugar pobre cuando su sino era pertenecer a la nobleza y nacer en un gran palacio. De lo que no hay duda, es que ellos habían nacido para gobernar por la Gracia de Dios, como aquel generalísimo que nos amargó cuarenta años. Labordeta fue el único que se atrevió a llamar gilipollas en público a los diputados que se comportaban indignamente y así nos va. Si algún trabajador llega a un alto cargo, no sé si vuelve gilipollas, es que lo era anteriormente, o ambas cosas. Por ello habrá que seguir probando para intentar llevar gente normal a la política y esperar que se vuelvan idiotas; casi todos los que están ya no pueden serlo más.
jueves, 2 de abril de 2009
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